No es difícil imaginar, por un solo momento, que si el movimiento estudiantil hubiere estado liderado por Martínez y la CUT en vez de la CONFECH, se habría llegado rápidamente a un acuerdo con el Gobierno para perfeccionar el crédito con aval del Estado y de paso, habría dejado el lucro para otra ocasión. “Hay que ser realista” habría dicho, de seguro, con tono de político sobreviviente de mil batallas.
Es que el realismo político —los sueños arrinconados por la medida de lo posible— de quienes dirigen esa organización parece no tener límites.La CUT acaba de llegar al acuerdo más paupérrimo del que se tenga memoria con el gran empresariado, representado en la CPC, todo bajo el caricaturesco nombre de diálogo social. Lo acordado son cosas tan relevantes como: cursos de capacitación, campaña publicitaria sobre “seguridad en el trabajo”, minúsculos cambios al seguro de desempleo, subsidio al primer empleo, cambios formales a la negociación colectiva y un par de comisiones bipartitas para seguir reflexionando.
Y la estrella de la noche: la tan cacareada reforma al multirut. Una reforma tan evidente —el abuso es tan grosero que hasta Matthei está de acuerdo— como menor, ya que los jueces del trabajo ya han comenzado a declarar la existencia de una sola empresa en estos casos. De hecho, basta leer el proyecto del Gobierno —que Martínez salió a defender apasionadamente— para darse cuenta que pone más trabas y requisitos para que los trabajadores logren su objetivo de sindicalización. O sea un avance al revés.
¿Cambios a la estructura profunda de plan laboral de Pinochet en las materias que importan: negociación colectiva por sobre la empresa y reconocimiento efectivo del derecho de huelga, por ej. eliminación del remplazo de trabajadores en huelga?
Nada de nada.
Y la pregunta es evidente: ¿valía la pena llegar a una acuerdo de tan precarios e imperceptibles avances, excusado en el realismo político de la CUT, permitiendo de paso a este gobierno y al modelo económico al que sirve, vestirse de dialogante e inclusivo, escondiendo, una vez más, la basura bajo la alfombra?
En absoluto. En un país que, como lo ha certificado la propia OCDE, tiene niveles vergonzosos de sindicalización y de negociación colectiva —los más bajos de esa organización— y con trabajadores, como lo reconocen todos los actores, sin poder alguno en sus relaciones laborales, llegar a tan raquítico acuerdo daña profundamente la posibilidad de construir en el futuro un movimiento potente como, precisamente, el de los estudiantes.
Da entender que con estas reglas —las que creó el hermano de Piñera— se puede sostener el diálogo social. Y eso, como veremos, en Chile es un disparate.
Pero este grosero error –negociar migajas- no es nuevo. Corría el año 1989, la alegría ya había llegado y el Gobierno de la época anunciaba —con bombos y platillos— la política de los acuerdos entre el empresariado y la CUT.
La jugada de Cortázar, el ministro del Trabajo de la época, fue maestra. Los trabajadores rápidamente olvidaron su demanda central: la sustitución total del plan laboral de Pinochet y, además, dejaron de cuestionar el modelo económico neoliberal que hasta hoy padecemos. Los empresarios podrían dormir tranquilos.
¿Lograron algo los trabajadores del diálogo social de Cortázar?
El precio de tamaña claudicación fue modestísimo. Recibieron las que hoy, miradas hacia atrás, nadie dudaría en calificar como migajas. La más importante de todas —hoy da risa sólo pensarlo— fue una conquista de aquellas: se eliminó el libre despido y se sustituyó por la causal de necesidades de la empresa. O sea, lo mismo con otro nombre (Ley 19.010 de 1990).
Y los resultados de ese “diálogo social” fueron espectaculares: después de veinte años de democracia los trabajadores tiene hoy menos poder que cuando se fue Pinochet.
¿Se puede cometer el mismo error por varias veces, eso de tropezar con la misma piedra?
La CUT parece que cree que sí. El gran empresariado tiene en la CUT, hay que reconocerlo, a un socio ideal: débil y sin poder real de negociación, llegar a acuerdos de “migajas” es relativamente sencillo. A cambio se logra un hecho político fundamental: dar la apariencia de que con las reglas del juego vigentes es posible avanzar en eso que se llama diálogo social.
¿Existe posibilidad en Chile de un diálogo horizontal y de iguales entre los trabajadores y empresarios y sus respectivas organizaciones?
Ninguna. Salvo que se reformen radicalmente las reglas legales dejadas por Pinochet los trabajadores no tendrán poder real para negociar nada. Y ello, parece obvio, no se logrará con insignificantes acuerdo con la CPC, sino con presión sobre el sistema político, especialmente sobre aquellos sectores que suelen golpear la puerta de los trabajadores en vísperas electorales, para lograr una reforma integral al modelo de relaciones laborales.
Esa reforma que en su día —1989— la Concertación prometía en su primer programa de Gobierno a los trabajadores chilenos: “Proponemos introducir cambios profundos en la institucionalidad laboral, de modo que ésta cautele los derechos fundamentales de los trabajadores”.
Nada de eso ocurrió, y paradójicamente, en los años que siguieron esa caricatura del diálogo social fue especialmente alimentada por sectores políticos de la Concertación más preocupado de su particular visión de la estabilidad política —la pusilánime democracia de los acuerdos—, que en establecer nuevas y justas reglas para la relación entre trabajadores y empresarios. La cruda realidad es otra: no ha habido experiencia de genuino diálogo social desde el retorno de la democracia. Y ello por una razón muy simple, los trabajadores no tienen en Chile ningún poder. Y sin poder, no hay equilibrio, y sin equilibrio, no existe negociación.
Son cosas tan simples de entender.
Nada nuevo bajo el sol, entonces. Nuevamente, como en los últimos veinte años, no llueve café nos diría Juan Luis Guerra. Vuelven a llover migajas.
(Publicado en El Mostrador.Los subrrayados son nuestros)
* José Luis Ugarte. Profesor de Derecho Laboral Universidad Diego Portales
Es que el realismo político —los sueños arrinconados por la medida de lo posible— de quienes dirigen esa organización parece no tener límites.
Y la estrella de la noche: la tan cacareada reforma al multirut. Una reforma tan evidente —el abuso es tan grosero que hasta Matthei está de acuerdo— como menor, ya que los jueces del trabajo ya han comenzado a declarar la existencia de una sola empresa en estos casos. De hecho, basta leer el proyecto del Gobierno —que Martínez salió a defender apasionadamente— para darse cuenta que pone más trabas y requisitos para que los trabajadores logren su objetivo de sindicalización. O sea un avance al revés.
¿Cambios a la estructura profunda de plan laboral de Pinochet en las materias que importan: negociación colectiva por sobre la empresa y reconocimiento efectivo del derecho de huelga, por ej. eliminación del remplazo de trabajadores en huelga?
Nada de nada.
Y la pregunta es evidente: ¿valía la pena llegar a una acuerdo de tan precarios e imperceptibles avances, excusado en el realismo político de la CUT, permitiendo de paso a este gobierno y al modelo económico al que sirve, vestirse de dialogante e inclusivo, escondiendo, una vez más, la basura bajo la alfombra?
En absoluto. En un país que, como lo ha certificado la propia OCDE, tiene niveles vergonzosos de sindicalización y de negociación colectiva —los más bajos de esa organización— y con trabajadores, como lo reconocen todos los actores, sin poder alguno en sus relaciones laborales, llegar a tan raquítico acuerdo daña profundamente la posibilidad de construir en el futuro un movimiento potente como, precisamente, el de los estudiantes.
Da entender que con estas reglas —las que creó el hermano de Piñera— se puede sostener el diálogo social. Y eso, como veremos, en Chile es un disparate.
Pero este grosero error –negociar migajas- no es nuevo. Corría el año 1989, la alegría ya había llegado y el Gobierno de la época anunciaba —con bombos y platillos— la política de los acuerdos entre el empresariado y la CUT.
La jugada de Cortázar, el ministro del Trabajo de la época, fue maestra. Los trabajadores rápidamente olvidaron su demanda central: la sustitución total del plan laboral de Pinochet y, además, dejaron de cuestionar el modelo económico neoliberal que hasta hoy padecemos. Los empresarios podrían dormir tranquilos.
¿Lograron algo los trabajadores del diálogo social de Cortázar?
El precio de tamaña claudicación fue modestísimo. Recibieron las que hoy, miradas hacia atrás, nadie dudaría en calificar como migajas. La más importante de todas —hoy da risa sólo pensarlo— fue una conquista de aquellas: se eliminó el libre despido y se sustituyó por la causal de necesidades de la empresa. O sea, lo mismo con otro nombre (Ley 19.010 de 1990).
Y los resultados de ese “diálogo social” fueron espectaculares: después de veinte años de democracia los trabajadores tiene hoy menos poder que cuando se fue Pinochet.
¿Se puede cometer el mismo error por varias veces, eso de tropezar con la misma piedra?
La CUT parece que cree que sí. El gran empresariado tiene en la CUT, hay que reconocerlo, a un socio ideal: débil y sin poder real de negociación, llegar a acuerdos de “migajas” es relativamente sencillo. A cambio se logra un hecho político fundamental: dar la apariencia de que con las reglas del juego vigentes es posible avanzar en eso que se llama diálogo social.
¿Existe posibilidad en Chile de un diálogo horizontal y de iguales entre los trabajadores y empresarios y sus respectivas organizaciones?
Ninguna. Salvo que se reformen radicalmente las reglas legales dejadas por Pinochet los trabajadores no tendrán poder real para negociar nada. Y ello, parece obvio, no se logrará con insignificantes acuerdo con la CPC, sino con presión sobre el sistema político, especialmente sobre aquellos sectores que suelen golpear la puerta de los trabajadores en vísperas electorales, para lograr una reforma integral al modelo de relaciones laborales.
Esa reforma que en su día —1989— la Concertación prometía en su primer programa de Gobierno a los trabajadores chilenos: “Proponemos introducir cambios profundos en la institucionalidad laboral, de modo que ésta cautele los derechos fundamentales de los trabajadores”.
Nada de eso ocurrió, y paradójicamente, en los años que siguieron esa caricatura del diálogo social fue especialmente alimentada por sectores políticos de la Concertación más preocupado de su particular visión de la estabilidad política —la pusilánime democracia de los acuerdos—, que en establecer nuevas y justas reglas para la relación entre trabajadores y empresarios. La cruda realidad es otra: no ha habido experiencia de genuino diálogo social desde el retorno de la democracia. Y ello por una razón muy simple, los trabajadores no tienen en Chile ningún poder. Y sin poder, no hay equilibrio, y sin equilibrio, no existe negociación.
Son cosas tan simples de entender.
Nada nuevo bajo el sol, entonces. Nuevamente, como en los últimos veinte años, no llueve café nos diría Juan Luis Guerra. Vuelven a llover migajas.
(Publicado en El Mostrador.Los subrrayados son nuestros)
* José Luis Ugarte. Profesor de Derecho Laboral Universidad Diego Portales