El diario El País de España publicó ayer una noticia soprendente: que varios de los mineros atrapados en la mina San José tienen problemas de alcoholismo, todos son fumadores e incluso hay un drogadicto, de modo que el síndrome de abstinencia estaría haciendo de las suyas. Dice el periodista: “Antes que la ropa térmica o los calcetines de fibra de cobre que impedirán la llegada de hongos, antes que los vídeos con películas y partidos de fútbol y antes que las luces ambientales que les harán simular una rutina de día y otra de noche, varios de los 33 preferirían calmar la ansiedad con una botella”. Para rematar, agrega que el ministro de Salud, Jaime Mañalich, aseguró: “Algunos de ellos ingerían cantidades importantes”.
Lo sorprendente de la noticia no es, desde luego, que los mineros quieran pegarse un toque de lo que prefieran o necesiten, como tampoco el tono vagamente festivo del periodista, sino que esa información haya llegado a la prensa. Desde el punto de vista periodístico era interesante saber por qué aún no les han enviado, como parecería lógico hacerlo, unos buenos galones de cerveza y unos cuantos cartones de cigarros a esos hombres, ¿pero era necesario ventilar aquellas adicciones? Quizás era suficiente cualquier eufemismo de los tantos que conocen los médicos para cuidar la privacidad de los pacientes. En la mina no hay más alcohólicos o drogadictos que en cualquier fábrica o ministerio o sala de redacción: lo que hay es gente de intimidad desprotegida, cuyas fichas médicas y sus cartas privadas se han convertido de pronto en material de consulta, desclasificadas para la sandunga noticiosa sin la menor señal de prudencia.
Recuerdo que durante los días posteriores al terremoto un diario publicó un “especial gráfico” sobre las ruinas, una de cuyas fotos mostraba a un hombre, tal vez un anciano, que parecía sobreviviente de una bomba atómica: todo lleno de sangre y polvo, la ropa destrozada, el cuerpo abatido. Hasta ahí, todo normal en el especial gráfico, pero entre las piernas del hombre se asomaban sus testículos sin más objeto que subrayar el patetismo de una escena que jamás, ni en el mismísimo apocalipsis, podríamos ver protagonizada por un banquero o por un político o por cualquier hombre protegido por algún tipo de privilegio.
No se trata simplemente de estigmas sociales, sino de una desigual escala de la privacidad. Para unos, mucha privacidad, tanta que a veces se confunde con la impunidad, la corrupción y el abuso de poder. Para otros, visibilidad absoluta, cámaras que entran como Pedro por su casa, dedos que apuntan y casi se meten en la llaga. Los sidosos, las ancianas abandonadas, los locos en los manicomios, los drogos bajo los puentes, todos los que conservan apenas algunas hilachas de dignidad, pero también los pobres y hasta los hombres buenos para la pilsen: todos ellos han perdido también la posibilidad de resguardar su vida íntima. Los demás, aunque anden a punta de etiqueta negra y euforia en polvo, no verán nunca un dedo acusador, sino sólo indulgencias y vistas gordas.